¿Dónde queda la felicidad?
Una taza de café humeante, un buen libro, una ventana a través de la cual mirar cómo la luz del sol pega en el verde del follaje, reinterpretándolo, o cómo la lluvia impiadosa nubla el paisaje distorsionando formas y figuras. A veces, no hace falta más que eso para rozar la felicidad. Ya lo escribió Borges en aquel famoso prólogo:”No pasa un día en que no estemos, un instante, en el paraíso”. Alienados, abrumados, perdidos en el fárrago de problemas menores, trámites engorrosos, discusiones vanas, enojos soslayables y toda la parafernalia de “delicias”diversas que conspiran contra nuestro equilibrio emocional y nuestra paciencia, es posible que no sepamos distinguir, o que dejemos escapar, así, sin más, esa cotidiana porción de cielo en la Tierra a la que aludió nuestro poeta mayor.
No son pocas las voces que se han alzado en idéntico sentido, alertando que la felicidad humana no se alcanza con grandes golpes de suerte, que pueden ocurrir quizás de tanto en tanto, sino con pequeñas cosas que ocurren todos los días. Se me antoja que no hay una fórmula universal para reconocerlas. Cada uno tendrá las suyas: las primeras palabras de un hijo, el abrazo de un nieto, el mensaje de un amigo del que hacía tiempo no teníamos noticias, el deseo de buenos días de alguien que pasa a nuestro lado, las flores lavanda de un jacarandá poniendo una nota de color en el gris de la calle, una taza de café humeante, un buen libro ...
Tal vez se trate, apenas, de aprender a aprehender esos instantes.
